Fotografía:PilarGarcía Puerta
La contemplación de las ruinas nos permite entrever fugazmente la existencia de un tiempo que no es el tiempo del que hablan los manuales de historia o del que tratan de resucitar las restauraciones. Es un tiempo puro, al que no puede asignarse fecha, que no está presente en nuestro mundo de imágenes, (...), un mundo cuyos cascotes, faltos de tiempo, no logran ya convertirse en ruinas.
Es un tiempo perdido cuya recuperación compete al arte.

-Marc Augé-
Lo propio de la imagen es el hecho de que no se vea aventajada sino por ella misma, ella es, en sí misma, su propio pasado: el pasado de la imagen no es el de su pasado histórico supuesto ni el del original, es la imagen que sus espectadores ya tenían de ella. En este presente perpetuo, la distancia entre el pasado y su representación queda abolida.

Los no lugares y las imágenes se encuentran en cierto sentido saturadas de humanidad: son producidos por hombres, y son frecuentados por hombres, pero se trata de hombres desvinculados de sus relaciones recíprocas, de su existencia simbólica. (...) La escritura y el paisaje son simbólicos: nos hablan de aquello que compartimos y que, no obstante, sigue siendo, para cada uno de nosotros, diferente.

-Le temps en ruines-

LISTA DE REPRODUCCIÓN DE VIDEOS


George Duke Band & Rachelle Ferrel - Welcome to My Love

martes, 15 de junio de 2010

Turismo y viaje, paisaje y escritura V // Eva Cassidy - Songbird

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Turismo y viaje,

paisaje y escritura


V









De carácter virtual, las restauraciones, al igual que las reconstrucciones, las reproducciones y los simulacros, pertenecen al ámbito de la imagen: figuran en la imagen y están hechas a imagen de las realidades lejanas o desaparecidas a las que sustituyen.


Lo propio de la imagen, no obstante, es el hecho de que no se vea aventajada sino por ella misma, ella es, en sí misma, su propio pasado: el pasado de la imagen no es el de su pasado histórico supuesto ni el del original, es la imagen que sus espectadores ya tenían de ella. En este presente perpetuo, la distancia entre el pasado y su representación queda abolida.



Las ruinas que va uno a visitar hoy a los cuatro confines del mundo tienden a convenirse también en singularidades: su descubrimiento es, a su manera, y tal como sucede con las creaciones contemporáneas, un acontecimiento arquitectónico mediante el cual se reconoce y se identifica de forma sumaria una ciudad o un país. Las restauraciones transforman su singularidad en imagen, en la medida en que las convierten en un espectáculo (un espectáculo variable, por lo demás: en Angkor, por ejemplo, las restauraciones efectuadas por los indios y por los franceses desembocan en resultados sensiblemente diferentes). La presentación que se hace de estas ruinas es como un fin en sí, en el doble sentido del término: trata de convertir su presencia en un presente insuperable, en un espectáculo acabado –incluso a pesar de que no pueda excluirse que, por la ruptura entre tiempo e historia que corresponde al espectáculo de las ruinas y por el carácter particular del paisaje en el que se mezclan con la naturaleza, las ruinas logren resistir siempre esa recuperación al despertar en el espectador la conciencia del tiempo.


Los no lugares y las imágenes se encuentran en cierto sentido saturadas de humanidad: son producidos por hombres, y son frecuentados por hombres, pero se trata de hombres desvinculados de sus relaciones recíprocas, de su existencia simbólica.


Son unos espacios que no se conjugan ni en pasado ni en futuro, unos espacios sin nostalgia ni esperanza. Suscitan una mirada y una palabra; una mirada para que pueda reconstituirse una relación mínima; una palabra que las integre en un relato. Se parecen al decorado minimalista de las novelas de caballerías (un desierto, un bosque, un castillo), un decorado que no existe más que en virtud de la mirada del caballero andante que va en busca de otras presencias. Al igual que Don Quijote, nos arriesgamos, si buscamos en ellos un sentido social, a equivocarnos de época y a lanzamos al asalto de los molinos de viento. Sin embargo, Don Quijote tenía razón. Sigue teniendo razón hoy. Los autores que logren apropiarse de los espacios de la circulación, de la comunicación y del consumo, que logren discernir los espacios de soledad (o de interacción, pues son los mismos) una promesa o una exigencia de encuentro, en una palabra, los que logren describirlos y escribirlos para otros, quedarán inscritos en la filiación de quienes, desde Joyce, no cesan de repoblar los espacios de soledad. La empresa, por lo demás, está en curso, y desde hace dos décadas los nuevos espacios han invadido el universo novelesco francés, de Jean-Philippe Toussaint a Michel Houellebecq. El resultado es una escritura irónica, un tanto distante, un tanto fría, como los espacios de que se apropia, una escritura deshilachada, un tanto desesperante, pese a que niegue estar desesperada. Échenoz y el «centro espiritual» de Roissy, que, simétrico al centro de negocios con respecto al Multistore, está situado en el subterráneo del aeropuerto, entre la escalera mecánica y el ascensor. La sala de espera es más bien fría y está amueblada con sillones metálicos, expositores repletos de folletos en siete lenguas y maceteros redondos con cinco especies de plantas distintas. En las hojas de tres puertas entreabiertas aparecen estampados una cruz, una estrella o una media luna. Ferrer, sentado en un sillón, hizo un repaso de los demás accesorios: un teléfono de pared, un extintor y un cepillo para limosnas...



Los escritores se unen así a los cineastas cuyas cámaras se demoran en los márgenes de la ciudad, y quizá también a todos aquellos que, destinados a la
soledad, la reconocen pero la rechazan: ancianos que charlan con las jóvenes cajeras de los supermercados para ganar (perder, dicen otros) un poco de tiempo, desplazados o exilados que vuelven a levantar en sus campamentos o en sus cuchitriles un «marco vital». Todos tienen necesidad de tiempo, de que se les conceda un poco de tiempo que les permita apropiarse del espacio, reconocerse y ser reconocidos en él. Los hombres no pueden vivir solos: tienen necesidad de lazos, pese a que a veces se sientan prisioneros de ellos, se resignen a tenerlos o quieran romperlos. Tienen necesidad de paisajes, ya para encontrarse, ya para perderse en ellos, y por tanto necesitan también textos que confirmen la existencia o recreen la imagen de esos paisajes. La escritura enlaza las palabras y a los seres mediante las palabras, el lector al autor, y a los lectores entre sí. Y en cuanto a los paisajes que alumbra, incluso en los casos en que el origen es indudablemente un trozo del espacio histórico, renacen constantemente de una lectura a otra. La escritura y el paisaje son simbólicos: nos hablan de aquello que compartimos y que, no obstante, sigue siendo, para cada uno de nosotros, diferente.





-Le temps en ruines de Marc Augé-





Eva Cassidy

Songbird

















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