Fotografía:PilarGarcía Puerta
La contemplación de las ruinas nos permite entrever fugazmente la existencia de un tiempo que no es el tiempo del que hablan los manuales de historia o del que tratan de resucitar las restauraciones. Es un tiempo puro, al que no puede asignarse fecha, que no está presente en nuestro mundo de imágenes, (...), un mundo cuyos cascotes, faltos de tiempo, no logran ya convertirse en ruinas.
Es un tiempo perdido cuya recuperación compete al arte.

-Marc Augé-
Lo propio de la imagen es el hecho de que no se vea aventajada sino por ella misma, ella es, en sí misma, su propio pasado: el pasado de la imagen no es el de su pasado histórico supuesto ni el del original, es la imagen que sus espectadores ya tenían de ella. En este presente perpetuo, la distancia entre el pasado y su representación queda abolida.

Los no lugares y las imágenes se encuentran en cierto sentido saturadas de humanidad: son producidos por hombres, y son frecuentados por hombres, pero se trata de hombres desvinculados de sus relaciones recíprocas, de su existencia simbólica. (...) La escritura y el paisaje son simbólicos: nos hablan de aquello que compartimos y que, no obstante, sigue siendo, para cada uno de nosotros, diferente.

-Le temps en ruines-

LISTA DE REPRODUCCIÓN DE VIDEOS


George Duke Band & Rachelle Ferrel - Welcome to My Love

lunes, 14 de junio de 2010

Turismo y viaje, paisaje y escritura III // Tom Waits - Chocolate Jesus

.




Turismo y viaje,
paisaje y escritura


III







Y a la inversa, la metáfora del viaje, para evocar la narración, expresa su aire aventurero en el encuentro Con los demás, en el encuentro con uno mismo, en una encrucijada de caminos, En el origen de los grandes relatos épicos, hay viajes, vagabundeos, recorridos y encuentros. Pero si todo relato es viaje, se debe a que ha sido compuesto, creado, y a que, de su concepción primera a su elaboración final, se ha verificado un recorrido (el recorrido mismo de la escritura que empuja al escritor a tratar de encontrarse, o de construirse, a sí mismo recurriendo a algunos recuerdos, a algunos testimonios, a algunas imaginaciones y a algunas esperas que siempre guardan relación con determinadas formas de alteridad), y también porque, leído y releído, el reato constituye para todo lector un encuentro, bueno o malo, excitante o no, un encuentro que lleva tiempo, que requiere un tiempo, y que desemboca a veces en identificaciones, en vínculos incondicionales establecidos al término de un viaje interior que el espacio del libro (líneas, páginas) materializa y al que ronda la presencia de los otros, más o menos próximos (autor, personajes).


Yo intenté distinguir hace algún tiempo tres formas del olvido (el regreso, la suspensión y el comienzo) que me parecen hallar ejemplo tanto en la actividad ritual como en la literatura novelesca. Es significativo que estas tres formas del olvido estén plenamente relacionadas con el desplazamiento en el espacio, con el viaje, pero que también puedan definir o poner en marcha la «configuraciones narrativas» de las que habla Paul Ricceur. En su esquema de las tres mímesis, la mímesis 2 está efectivamente constituida por las «configuraciones narrativas» que expresan el mundo mediante relatos históricos o mediante relatos de ficción. El imposible regreso al punto de partida del que nos informa la literatura, el imposible regreso del que hablan tanto la Odisea como El conde de Montecristo, supone el olvido de todo lo que se ha interpuesto entre el momento de la partida y el del regreso. Ahora bien, lo que se ha interpuesto, en la mayoría de los casos, son los viajes, tanto para Ulises como para Edmond Dantes.


El regreso es una forma del olvido porque, de la partida a la llegada imaginada como regreso al punto de partida, las derivas de la memoria, las obsesiones de la venganza, de la espera o del deseo, los encuentros, lo cotidiano, el envejecimiento, han eliminado el sabor exacto del pasado -ese sabor que el narrador proustiano recobra por un azar feliz y que inmediatamente convierte en materia de su obra-.


La suspensión, por su parte, supone esa imposible detención del tiempo en pos de la cual se lanzan a veces la novela y la poesía. Esta pausa -olvido momentáneo del pasado y del futuro al mismo tiempo-, esta tregua establecida entre el recuerdo y la espera, que obsesiona a Stendhal porque tiene la apariencia de la felicidad, es también, y con mayor motivo, aquélla a la que aspira el autor que depura su forma para preservarla de los estragos del tiempo y dar a sus lectores futuros la sensación de hallarse ante un puro presente, un presente que transcurre sin pasar -página incesantemente leída y releída, melodía de un verso que siempre estuviera al borde de los labios. El antes y el después que limitan la suspensión del tiempo los imaginamos con toda naturalidad en términos de espacio y, de manera ejemplar, en términos de viaje: es la escala que precede a la nueva partida, tanto para el héroe novelesco que corre tras el amor o la muerte como para el lector viajero, aquel que, al detenerse en una etapa, inmoviliza su atención para abandonarse al placer intemporal de la lectura o de la relectura que nunca es una simple repetición.


Del comienzo, ¿qué decir, sino que es la razón de ser de todo ritual? La forma del rito es la repetición, pero su finalidad es la inauguración, la apertura al tiempo, lo nuevo. El acercamiento de la partida, que confiere fugazmente su fuerza poética al más trivial de los viajes organizados, es también el instante inaprensible en el que, en la página en blanco, se encuentran a punto de aparecer unas cuantas líneas, líneas de las que el autor no ha adquirido aún conciencia verdadera, o también el instante en el que, de esta misma página, pero ahora impresa, habrá de apoderarse más tarde un lector, descubriendo o volviendo a encontrar en ella un conjunto de sensaciones que un instante antes aún se le escapaban. Viaje, narración y poesía se definen a partir de esta «invitación al viaje» a la que dio forma Baudelaire. Julien Gracq, para evocar el sentimiento de inminencia que confiere su particular intensidad a ciertos momentos de nuestra vida, emplea el término marítimo de «aparejamiento»: la nave que «apareja» va a ponerse en movimiento de un momento a otro con un destino conocido o desconocido para aquellos que, asistiendo al espectáculo de su progresiva puesta en marcha, comienzan a imaginar, a temer o a esperar alguna improbable peripecia.


Pensar la vida en pasado, en presente o en futuro, es pensarla con el irrealizable deseo de recobrar, de detener o de inaugurar el tiempo. El viaje más trivial participa de esta ilusión por lo mismo que se propone a un tiempo como proyecto, paréntesis y recuerdo. Por esta razón, siempre existirá, en cualquier turista, un viajero que dormita y que se despierta de vez en cuando al ver un paisaje, porque un vago recuerdo surge en él como un malestar extraño y familiar. La narración, por su parte, guarda relación con el pasado (érase una vez ... -). Pero con un pasado inaugural que se abre sobre el porvenir con todas las incertidumbres del presente.




-Le temps en ruines de Marc Augé-






Tom Waits, Chocolate Jesus













.

Turismo y viaje, paisaje y escritura II // Tom Waits Time

.




Turismo y viaje,
paisaje y escritura


II







Sin duda, este sueño individual, ya sea el del descubrimiento o el de la construcción de uno mismo por medio del viaje, no se encuentra del todo ausente en la imaginación de quienes quieren desplazarse por el desierto, recorrer el Himalaya, o hacer frente a otros desafíos físicos. Sin embargo, en lo
sucesivo, todo conspira para cambiar la naturaleza de lo que puede entenderse por «conocimiento o descubrimiento del otro» y por «construcción o descubrimiento de uno mismo».


La mayoría de los ritos que pueden observarse en las diversas sociedades del mundo tienen como objetivo el robustecimiento o la creación de una identidad, individual o colectiva, y la hacen depender de un encuentro y de un contacto con los Otros. La identidad se construye estableciendo una negociación con diversas alteridades: los antepasados, los compañeros de nuestra misma franja de edad, los aliados por matrimonio, los dioses, etcétera. Lo que nos enseñan los ritos es el carácter indisociable de la construcción de uno mismo y del conocimiento de los otros.


A veces ocurre que los ritos adoptan, ya sea con carácter metafórico o no, la forma de un viaje, y no debe extrañarnos que, de manera recíproca, el viaje tenga siempre algo de rito. Si todo viaje sigue siendo un tanto iniciático, quizá se deba a que toda iniciación implica una especie de viaje (fuera de uno mismo, hacia los otros). Ahora bien, nunca hemos estado tan próximos como hoy de la posibilidad real, tecnológica, de la ubicuidad. Las imágenes y los mensajes vienen a nosotros, tanto si somos sus destinatarios directos como si no, y el cuerpo individual se dota progresivamente de prótesis tecnológicas que muy pronto habrán de permitirle comunicarse sin desplazarse, se encuentre donde se encuentre, con cualquier otro cuerpo del mismo tipo.


(…) Por una vez, podremos gestionar la inmovilidad. Pero ¿seguiremos siendo aún viajeros? Este punto es esencial, y no carece ciertamente de motivo que la metáfora del viaje se asocie con tanta frecuencia en nuestros días a la actividad cibernética: se «navega», se «viaja» por Internet. Esta insistencia del lenguaje revela quizá un malestar cuya naturaleza percibimos mejor si la relacionamos con los dos ideales del conocimiento del otro y de la construcción de uno mismo, unos ideales tradicionalmente asociados a la idea del viaje. Pero, por el contrario, ¿no nos está haciendo creer la ilusión de la comunicación que los sujetos individuales existen, en forma intangible, al margen del acto de comunicación que los pone en contacto? ¿No nos está haciendo creer que intercambian informaciones para enriquecer sus conocimientos sin transformarse, que perseveran en su ser mientras se ahorran el cara a cara y el cuerpo a cuerpo? En este sentido, la comunicación es lo contrario del viaje, por lo mismo que, idealmente, éste implica la construcción de sí mediante el encuentro con los otros. La comunicación presupone lo que el viaje trata de crear: unos sujetos individuales bien construidos. El homo communicans transmite o recibe informaciones y no duda de lo que es. El viajero ideal trata de existir, de formarse, y nunca sabrá realmente quién es o qué es. La práctica turística actual, en este sentido, depende más de la comunicación que del viaje. Cuando es de tipo cultural, incrementa el saber. Si es de carácter deportivo, permite recuperar la forma –sin que en ningún caso se le asocie la idea de una transformación esencial del ser-. El ideal de la comunicación es la instantaneidad mientras que por el contrario, el viajero se toma su tiempo, conjuga los tiempos, espera, recuerda. El turismo puede ser tema de un estudio, contribuir al decorado de una novela, pero el viaje es el análogo de la escritura que, en ocasiones, lo prolonga. El turista consume su vida, el viajero la escribe. Todo viaje es relato, relato venidero y que contiene la promesa de una relectura.



-Le temps en ruines de Marc Augé-





Tom Waits, Time
 












.