Fotografía:PilarGarcía Puerta
La contemplación de las ruinas nos permite entrever fugazmente la existencia de un tiempo que no es el tiempo del que hablan los manuales de historia o del que tratan de resucitar las restauraciones. Es un tiempo puro, al que no puede asignarse fecha, que no está presente en nuestro mundo de imágenes, (...), un mundo cuyos cascotes, faltos de tiempo, no logran ya convertirse en ruinas.
Es un tiempo perdido cuya recuperación compete al arte.

-Marc Augé-
Lo propio de la imagen es el hecho de que no se vea aventajada sino por ella misma, ella es, en sí misma, su propio pasado: el pasado de la imagen no es el de su pasado histórico supuesto ni el del original, es la imagen que sus espectadores ya tenían de ella. En este presente perpetuo, la distancia entre el pasado y su representación queda abolida.

Los no lugares y las imágenes se encuentran en cierto sentido saturadas de humanidad: son producidos por hombres, y son frecuentados por hombres, pero se trata de hombres desvinculados de sus relaciones recíprocas, de su existencia simbólica. (...) La escritura y el paisaje son simbólicos: nos hablan de aquello que compartimos y que, no obstante, sigue siendo, para cada uno de nosotros, diferente.

-Le temps en ruines-

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martes, 15 de junio de 2010

Turismo y viaje, paisaje y escritura IV // Van Gogh Shadow

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Turismo y viaje,

paisaje y escritura


IV









Distinta de la reconstitución histórica, que fija en una imagen un momento infranqueable, y de la historia, que explica el pasado por sus consecuencias, la narración hace abstracción de todo lo que de hecho ha sucedido entre el pasado que ella evoca y el instante presente: se adelanta, vuelve a encontrar en su pasado de ficción la multiplicidad de posibilidades que es constitutiva del presente.


Hoy asistimos a un achatamiento del tiempo y a una subversión del espacio que afectan a la materia prima del viaje y de la escritura. Se ha podido decir que la era de la modernidad ha suscitado la desaparición de los mitos de origen y que el siglo XX ha causado la de las ideologías del futuro. Las tecnologías de la comunicación pretenden abolir las distancias de todo tipo, eludir los obstáculos del tiempo y del espacio, disolver las oscuridades del lenguaje, el misterio de las palabras, las dificultades de la relación, las incertidumbres de la identidad o los titubeos del pensamiento. En la sucesión de relevos que les proporcionan las diversas pantallas, las evidencias de la imagen tienen fuerza de ley e instauran la tiranía del presente perpetuo. Las imágenes son primicias, y tras ellas corre el turista, aunque, con frecuencia, también lo hace el que escribe o el que lee: desde este punto de vista resulta emblemática la inversión cuyo desenlace conduce a que se escriban 79 novelas a partir de sinopsis de películas –escritura que se hace eco de unas imágenes que no ha hecho nacer y que se contenta con repetir, escritura-plagio, escritura-subtítulo, escritura-pleonasmo.


La remisión de uno mismo a los otros y de los otros a uno mismo, circunstancia que, idealmente, constituye la definición tanto del viaje como de la escritura, se encuentra amenazada por la ilusión de saberlo todo, de haberlo visto todo y de no tener ya nada que descubrir -se encuentra amenazada por el reinado de la evidencia y la tiranía del presente-. Y sin embargo, pese a que no tomemos conciencia de ello más que de forma efímera e intuitiva, hay en el mundo que nos rodea, y en cada uno de nosotros, zonas de resistencia a la evidencia. El objetivo del viaje, el objetivo de la investigación literaria, debería ser, y es a veces, la exploración de esas zonas de resistencia. Existen dentro de nosotros mismos y fuera de nosotros mismos, y entre este interior y este exterior no puede excluirse la existencia de puentes que habría que sacar a la luz.


El turismo es una de las formas más espectaculares de la ideología del presente, en la medida en que se ubica bajo el triple signo del planeta, de la evidencia y de lo inmediato. El esparcimiento, el exotismo y la cultura son sus tres consignas optimistas, inocentes y catárticas. Los emplazamientos naturales y los monumentos de la cultura son sus destinos.


(…) Las ruinas, es extraño, tienen siempre algo natural. Tal como sucede con el cielo estrellado, constituyen una quintaesencia del paisaje: en efecto, lo que ofrecen a la vista es el espectáculo del tiempo en sus diversas profundidades. No es un tiempo que se mida en años luz, pero añade al inmemorial tiempo geológico los tiempos múltiples de la experiencia humana y los enmarañados tiempos de la reproducción vegetal. Este desorden armonioso, atrapado en un instante por la mirada, posee algo de lo arbitrario del recuerdo. De un determinado ser querido hoy desaparecido, guardamos el recuerdo, difícil de fechar con precisión, aunque de vivacidad mayor que la de otros, de tal o cual actitud en un paraje, una casa, una habitación, un jardín, pese a que podríamos evocar otros recuerdos, unos recuerdos que nos vuelven a la cabeza si hacemos un «esfuerzo de memoria». Sin embargo, espontáneamente, la memoria crea su cuadro favorito, siempre el mismo, arbitrario, insistente, un cuadro en el que han quedado aglutinados, como si se hubieran unido para siempre, elementos de épocas diferentes: individuos cuyos destinos se cruzaron un tiempo y después se vieron separados por la muerte o por la vida, una casa con dos siglos de antigüedad que hoy se ve arrasada para dejar sitio a una rotonda, un parque transformado en parcelas de terreno... La puesta al día de las ruinas, las decisiones que han conducido a poner de relieve talo cual parte, su distribución, incluso en el caso de que sea somera, no obedecen a los mecanismos de la memoria espontánea, pero el paisaje resultante tiene la apariencia formal de un recuerdo.


Todo paisaje existe únicamente para la mirada que lo descubre. Presupone al menos la existencia de un testigo, de un observador. Además, esta presencia de la mirada, que produce el paisaje, presupone otras presencias, otros testigos u otros actores.


Para que haya paisaje, no sólo hace falta que haya mirada, sino que haya percepción consciente, juicio y, finalmente, descripción. El paisaje es el espacio que un hombre describe a otros hombres.


Esta descripción puede aspirar a la objetividad o a la evocación poética, indirecta, metafórica. El poder de las palabras es necesario cuando quien ha visto se dirige a quienes no han visto. Para que las palabras tengan el poder de hacer ver, no es suficiente con que describan o traduzcan: es preciso, por el contrario, que soliciten, que despierten la imaginación de los otros, que liberen en ellos el poder de crear, a su vez, un paisaje. De ahí la sorpresa y, con frecuencia, la decepción de los lectores de una novela al descubrir la adaptación que de ella ha hecho el cine.



En estos casos, una tercera persona y unas imágenes materiales se deslizan entre el autor, que ha descrito el paisaje con palabras, y el lector, que las ha dejado discurrir en su interior. Sin embargo, entre el lector y el autor no existe ningún malentendido. Tanto el paisaje de uno como el del otro son paisajes interiores (el primero ha suscitado las palabras que han generado el segundo). No tienen la menor oportunidad de llegar a compararse, y el lector, además, sabe bien que el autor evoca un mundo muy personal, un mundo que habla de él a través de la descripción de un paisaje real o imaginario. El paisaje que la lectura de ese autor hace nacer en él, bien lo sabe, pertenece por tanto a ambos: a él, lector, ya que es su imaginación la que responde al llamamiento de las palabras, y al autor, puesto que es él quien ha lanzado el llamamiento. Los desiertos de América que entrevió e imaginó Cbateaubriand, el desierto de los tártaros cuyo horizonte escruta Dino Buzatti, la Holanda que Baudelaire soñó con rostro de mujer (“En ella, todo no es sino orden y voluptuosidad ... »), la mujer que Verlaine evoca como un paisaje (“Vuestra alma es un paisaje escogido...»), son todas visiones interiores a las que responde el eco de otras visiones en el lector.



En la tradición europea de los últimos siglos, la escritura de los paisajes interiores arraiga en una doble experiencia del tiempo y del espacio. La primera guarda relación con la infancia, la segunda con la idea de frontera. Los territorios de la infancia y los paisajes que dejan en la memoria están hechos a la medida del niño: las dimensiones, las distancias percibidas como espacios infinitamente grandes revelan después ser más pequeñas, más estrechas, más reducidas. De ahí la decepción experimentada por quien, siendo adulto, trata de recobrar en el paisaje real sus recuerdos del pasado.


El narrador proustiano analiza esta decepción con motivo de un regreso a Combray, y es ese regreso el que debe hacernos comprender, en sentido inverso, no sólo el milagro de la memoria automática, sino más aún el privilegio de la literatura que despliega y hace explícitos sus efectos fulgurantes. (…)



Únicamente las ruinas, debido a que tienen la forma de un recuerdo, permiten escapar a esta decepción: no son el recuerdo de nadie, pero se ofrecen a quien las recorre como un pasado que hubiera sido perdido de vista, que hubiera quedado olvidado, y que no obstante fuera aún capaz de decirle algo. Un pasado al que el observador sobrevive.


(…) La extensión de los no lugares viene acompañada de acontecimientos arquitectónicos (la pirámide del Louvre, el museo Guggenheim...) firmados por arquitectos de fama mundial. De este modo se afirman y se exhiben notables singularidades, mientras que las restauraciones y las iluminaciones fijan el paisaje de la ciudad. Los palacetes del barrio del Marais u otros «monumentos históricos» de París se convierten en objetos virtuales de la mirada de los turistas espectadores destinados a venir a contemplarlos un instante, al pasar.





-Le temps en ruines de Marc Augé-





Van Gogh Shadow 
 















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